Y la moraleja es...
Receta de Mujer
Las muy feas que me perdonen ,mas la belleza es fundamental.
Es preciso que haya en todo eso algo de flor
Algo de baile, algo de haute couture
En todo eso (o si no que la mujer se socialice elegantemente en azul como
en la República Popular China).
No hay término medio posible. Es preciso
Que todo eso sea bello. Es preciso que de pronto
Se tenga la impresión de ver una garza apenas posada
y que un rostro
De vez en cuando adquiera ese color único del tercer
minuto de la aurora.
Es preciso que todo eso sea sin ser, pero que se refleje
y florezca
En el mirar del hombre. Es preciso, es absolutamente
preciso
Que sea todo bello e inesperado. Es preciso que unos
párpados cerrados
Recuerden un verso de Eluard y que en unos brazos se
acaricie
Algo más allá de la carne: que se los toque
Como el ámbar de una tarde. Ah, déjenme decir
Que es preciso que la mujer que está allí como la corola
ante el pájaro
Sea bella o tenga por lo menos un rostro que recuerde un
templo y
Sea leve como un resto de nube: mas que sea una nube
Con ojos y nalgas. Lo de las nalgas es importantísimo.
De los ojos, entonces
Ni decirlo: que miren con cierta maldad inocente. Una
boca
Fresca (nunca húmeda) es también de extrema
pertinencia.
Es preciso que las extremidades sean flacas; que unos
huesos
Sobresalgan, especialmente la rótula en el cruzar de
piernas, y las puntas pélvicas.
Cuando se enlaza una cintura ondeante.
Gravísimo es sin embargo el problema de los huesos
claviculares: una mujer sin ellos
Es como un río sin puentes, Indispensable
Que haya una hipótesis de barriguita, y en seguida
La mujer se alce en cáliz, y que sus senos
Sean una expresión greco romana, más que gótica o
barroca
Y puedan ilumniar la oscuridad con una potencia mínima
de 5 bujías.
Es muy menester que calavera y columna vertebral
Casi se muestren; y que exista un gran latifundio dorsal!
Que los miembros terminen como tallos, y bien haya un
cierto volumen de muslos
Y que sean lisos, lisos como pétalo y cubiertos de
suavísima pelusa
Sensibles, sin embargo, a la caricia o contrapelo,
Es aconsejable en la axila una dulce gramilla con aroma
propio
Casi imperceptible (un mínimo de productos
farmacéuticos!)
Preferibles sin duda los pescuezos largos
De modo que la cabeza dé a veces la impresión
De ser ajena al cuerpo, y la mujer no recuerde
Flores sin misterio. Pies y manos deben contener
elementos góticos
Discretos. La piel debe ser fresca en las manos, brazos,
dorso y rostro
Pero que las concavidades y los huecos tengan una
temperatura nunca inferior
A los 37 grados, pudiendo eventualmente provocar
quemaduras
De primer grado. Los ojos, que sean de preferencia
grandes
Y su rotación al menos tan lenta como la de la tierra; y
Que estén siempre más allá de un invisible muro de
pasión
Que es preciso traspasar. Que la mujer sea en principio
alta
O, si baja, que tenga la actitud mental de las altas
cumbres.
Ah, que la mujer dé siempre la impresión de que, si
cerráramos los ojos.
Al abrirlos ella ya no estaría presente
Con su sonrisa y sus enredos. Que ella surja, no que venga;
que parta, no que se vaya
Y que posea una cierta capacidad de enmudecer
súbitamente y hacernos beber
La hiel de la duda. Oh, sobre todo
Que no pierda nunca, no importa en qué mundo
No importa en qué circunstancias, su infinita volubilidad
De pájaro; y que acariciada en el fondo de sí misma
Se transforma en fiera sin perder su gracia de ave; y
que exhale siempre
El perfume imposible; y destile siempre
La embriagadora miel; y cante siempre el inaudible canto
De su combustión; y no deje de ser nunca la eterna
bailarina
De lo efímero; y en su incalculable imperfección
Constituya la cosa más bella y más perfecta de toda la
creación innumerable.
Vinicius de Moraes
(Trad. M.R.O. y P.L.)
Canicas Rojas
Durante los duros años de la depresión, en un pueblo de Baja California, solía parar en la tienda del Sr. Mora para comprar productos frescos de granja. La comida y el dinero faltaban y el trueque se usaba mucho. Un día en particular, el Sr. Mora me estaba empaquetando unas papas. De repente me fijé en un niñito
delicado de cuerpo y aspecto, con ropa raída pero limpia que miraba atentamente un cajón de arvejas frescas maravillosas.
Pagué mis papas pero también me sentí atraído por el aspecto de las arvejas ¡Me encanta la crema de arvejas y las papas frescas! Admirando las arvejas, no pude evitar escuchar la conversación entre el Sr. Mora y el niño.
––Hola Juanito ¿Cómo estás hoy
––Hola Sr. Mora. Estoy bien, gracias. Sólo admiraba las arvejas, se ven muy bien.
––Sí, son muy buenas ¿Cómo está tu mamá?
––Bien. Cada vez más fuerte…
––Bien ¿Hay algo en que te pueda ayudar?
––No Señor: Sólo admiraba las arvejas.
––¿Te gustaría llevar algunas a casa?
––Sí Señor. Pero no tengo con qué pagarlas…
––Bueno, qué tienes para cambiar por ellas?
––Lo único que tengo es esto; mi canica más valiosa.
––¿De veras? ¿Me la dejas ver?
––Acá está ¡Es una joya!
––Ya lo veo ¡Mmmm... el único problema es que ésta es azul y a mí me gustan las rojas ¿Tienes alguna como ésta pero roja, en casa?
––No exactamente, pero casi…
––Hagamos una cosa. Llévate esta bolsa de arvejas a casa y la próxima vez que vengas muéstrame la canica roja que tienes.
––¡Claro que si! Gracias Sr. Mora.
La Sra. Mora se me acercó a atenderme y con una sonrisa me dijo:
––Hay dos niños más como él en nuestra comunidad, todos en situación muy pobre. A Ángel le encanta hacer trueque con ellos por arvejas, manzanas, tomates, o lo que sea. Cuando vuelven con las canicas rojas ––y siempre lo hacen––, él decide que en realidad no le gusta tanto el rojo, y los manda a casa con otra bolsa de mercadería y la promesa de traer una canica color naranja o verde tal vez.
Me fui del negocio sonriendo e impresionado con éste hombre. Un tiempo después me mudé a Sonora pero nunca me olvidé de este hombre, los niños y los trueques entre ellos. Varios años pasaron, cada uno más rápidamente que el anterior. Recientemente tuve la oportunidad de visitar unos amigos en esa comunidad en Baja California.
Mientras estuve allí, me enteré que el Sr. Mora había muerto. Esa noche sería su velorio y sabiendo que mis amigos querían ir, acepté acompañarlos. Al llegar a la funeraria, nos pusimos en fila para conocer a los parientes del difunto y para ofrecer nuestro pésame.
Delante nuestro ––en la fila––, había tres hombres jóvenes. Uno tenía puesto un uniforme militar y los otros dos unos elegantes trajes oscuros con camisas blancas. Parecían profesionales. Se acercaron a la Sra. Mora quien se encontraba al lado de su difunto esposo, tranquila y sonriendo. Cada uno de los hombres la abrazó, la besó, conversó brevemente con ella y luego se acercaron al ataúd. Los ojos azules llenos de lágrimas de la Sra. Mora los siguió uno por uno mientras cada uno tocaba con su mano cálida la mano fría dentro del ataúd. Cada uno se retiró de la funeraria limpiándose los ojos.
Llegó nuestro turno y al acercarme a la Sra. Mora le dije quién soy y le recordé lo que me había contado años atrás sobre las canicas. Con los ojos brillando, me tomó de la mano y me condujo al ataúd.
––Esos tres jóvenes que se acaban de ir son los tres chicos de los cuales te hablé. Me acaban de decir cuanto agradecían los «trueques» de Ángel. Ahora que Ángel no podía cambiar de parecer sobre el tamaño o color de las canicas, vinieron a pagar su deuda.
Nunca hemos tenido riqueza ––me confió––, «pero ahora Ángel se consideraría el hombre más rico del mundo.
Con una ternura amorosa levantó los dedos sin vida de su esposo. Debajo de ellos había tres canicas rojas exquisitamente brillantes.
La moraleja es tuya… |